La mayor de las veces, cuando un hombre se enfrenta a una pintura, ante cualquier obra de Arte, cae por el atisbo de la experiencia en un silogismo cuya última fase se reduce a la incógnita: ¿qué es lo que busca expresar? Sin embargo, las mejores de las veces, con las obras más afortunadas, estos pasos argumentativos se quiebran por la poderosa sensación de euforia cuando el hombre se confronta sí mismo. A este grupo pertenece la obra de Rolando Sosa. Obra cargada de pulsión orgánica, que transgrede su propia atmósfera con la mirada de quién confronta, por medio de los ojos del espectador. Ojos que han sido pintados por la acción de ver. Pintura que devuelven la mirada, crea ojos que le corresponden ávidos de plasticidad lucida. El temperamento interno de cada cuadro invade con lo que habita en el. Todo ya está ahí, el sentimiento de ruptura con la realidad, la agresividad paciente de la soledad, la consecuencia de la nada y de la existencia, la renuncia, el nervio primitivo y absurdo de la conciencia del espacio y la decadencia constante de la obsesión por la muerte.
Dentro de lo abrumador del tema está el tratamiento, una calma ante el vértigo del abismo. Enmarcados en espacios insondables los habitantes, los sobrevivientes de los mundos de Rolando Sosa, se debaten la existencia a pinceladas. Son estos los gestos que circulan en la superficie, impulsados por un corazón profundo que no se muestra, y que sin embargo, se siente latir. Es quizás la razón por la cual, el pintor, ha elegido personajes cuya identidad se ha diluido en la realidad que les acecha. Transformándoles en umbrales, en dudas, en las preguntas lacerantes que la muerte siembra: inquisiciones. Nos muestra un retrato incluso para seres que han abandonado nuestra dimensión de sentidos, sin intensión de redención, asaltan la última frontera con lucidez lúgubre, desafiando el acecho espiral de la muerte, cuya representación en el cuadro son augures, aves proféticas, ojos abiertos, manifestándose a partir de su mirada impávida. De esta forma, la evocación del thanatos en el Arte deslumbra la conciencia de la vida, de la identidad, de la permanencia. La respuesta del abandono ejemplar de los ascetas aterroriza al hombre moderno, que ha sido invalidado por su comodidad, sin embargo, es un terror benéfico, pues horroriza a su cobardía. El tratamiento de las manías de la vida se convierte, entonces, en una indagación, una ablación de la certezas. ¿qué sucede con nuestras manías fuera de contexto, por ejemplo, con nuestra manía de amar? ¿de odiar? ¿qué sucede con el deseo? Al confrontar estos conceptos nos revelamos presas, en un escenario desconocido y claustrofóbico que atenta contra nuestra mente. En el tiempo detenido este escenario medra y todo lo que significa nuestra identidad es agredido. La opción de renuncia no es nuestra ya. El pintor nos enseña nuestra esclavitud, sin rito, bajo el sacrificio de sus propios seres.
En contraste con la tendencia de nuestra época, Rolando, lucha contra la inercia contemporánea de la obra instantánea. Su obra tiene raíces profundas en sus temas, estos crecen “dentro” de la superficie del cuadro, y una transmigración visual nos fecunda, nos contagia. Nuestra enfermedad se desvela por medio del Arte; hiende con toda su potencia en nosotros, infligiendo una herida que nos mantendrá vivos. Este Arte es carne viva expuesta, le lastima la intemperie y lastima verla, y pervivirá en sus testigos.
Emiliano Barrera